Un título osado que pretende abrir una reflexión sobre algunas soluciones comunitarias para “combatir el ocio y la delincuencia” de los jóvenes, pero que en el fondo practican la cultura de la violencia. Resulta pertinente en la medida que esta columna ha motivado el debate en torno a declaraciones o propuestas del Gobierno (o la ausencia de ellas), pero poco ha entablado el diálogo sobre iniciativas de comunidades organizadas, de la gente llana y sencilla.
La reflexión se desprende a propósito de las recientes visitas realizadas a comunidades populares donde viven los estudiantes del Laboratorio de Artes Urbanas (LAU), escuela alternativa para jóvenes que pretende este primer trimestre del año generar en sus barrios espacios de socialización, con ellos como multiplicadores de lo que han aprendido en materia artística y sociopolítica en Tiuna El Fuerte.
En par de esas expediciones (siempre pedagógicas), cuando indagamos por el lugar donde los chamos se encuentran, permanecen o “se achantan”, nos llevaron a una esquina que había sido días antes rociada con aceite quemado, para supuestamente evitar el ocio y los vicios juveniles. Por otro lado, al preguntar por los saldos de un reciente concierto de rap, realizado de manera autogestionada y precaria en la cancha del barrio de uno de los chamos del LAU, en fechas tradicionalmente críticas por los niveles de violencia, de la que ellos son las principales víctimas, nos dijeron que fue suspendido antes de lo acordado porque, de acuerdo al consejo comunal, las líricas fueron muy groseras… y no dudo que haya sido así.
No obstante, cabe preguntarse si no son más groseras las condiciones de vida que ha heredado la actual generación de jóvenes, producto de un orden social e histórico que se sostiene sobre aberrantes desigualdades, que les inunda de necesidades del tener para ser y limita las posibilidades legítimas de resolverlas, bien porque supone el sometimiento a altos niveles de explotación y subordinación, vía trabajo subpagado, o porque los atrae al campo de los ilegalismos mediante el malandreo, todo lo cual lleva irremediablemente a la muerte simbólica o biológica.
¿Cómo abordar como comunidad esta perversa ecuación de realidad?, ¿quemando rebeldías y suspendiendo expresiones de los chamos? Creemos que no. Las comunidades organizadas, ciertamente preocupadas por los niveles de violencia reales y potenciales en sus localidades, deben trascender sus intenciones de reformación juvenil al modo de manual de buenas costumbres, para alcanzar la comprensión compleja y crítica de las experiencias de los chamos del barrio, de quienes, a su vez, urge la capacidad de radicalizar su rabia, sus groserías, en definitiva, su acción y discurso, para encontrar formas creativas que den lugar a alternativas superadoras de la violencia que los aniquila como generación.
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